Una web de opinión sobre el género fantástico y de aventuras en todos sus medios.

sábado, 28 de febrero de 2009

Siete misioneros


Volvemos con la serie Siete para tratar en esta ocasión de la que, con bastante consenso, se afirma como su entrega más atractiva, desmarcándose del resto de volúmenes. Un álbum de ficción histórica con toques de humor, recomendable para todo tipo de lectores, que goza de un guión bien urdido y un dibujo excelente.

Hablaba en una reseña anterior del simbolismo implícito de la cifra que pone nombre a la colección. Posiblemente, cuando uno piensa en ese número, una de las primeras relaciones asociadas que se le viene a la cabeza es la de los famosos siete pecados capitales: la soberbia, la envidia, la pereza, la avaricia, la gula, la lujuria y la ira. Después de todo, ¿quién no ha incurrido, a lo largo de distintas etapas de la vida, en todos y cada uno de estos males, si no en varios a la vez? Menos populares y practicados, me temo, son sus comportamientos opuestos, o virtudes establecidas igualmente por el catolicismo. En cambio, hay un interés especial en la célebre lista de vicios que la ha convertido en punto de mira de creaciones de toda clase: desde las representaciones pictóricas del mundo clásico, a la literatura prerrenacentista (con La Divina Comedia, de Dante, como más claro ejemplo) y la filmografía moderna (la ingeniosa Seven -1995- de David Fincher, correctamente interpretada por el trío Freeman-Pitt-Spacey). Desde ahora, en el mundo comiquero, los pecados también tienen a un buen valedor de su causa.


Siete misioneros trata sobre un grupo de monjes de la Irlanda, ya cristianizada, del s.IX, reunidos bajo una pequeña comunidad rural. Creyéndose lejos de la mirada de sus superiores, estos siete religiosos indolentes viven en el esparcimiento de una dejadez absoluta, habiéndose entregado cada uno de ellos al vicio que más le place. Al tiempo, las costas de la bella Erin sufren durante la época las primeras incursiones de los bárbaros del norte, los vikingos. Estos ataques (que empiezan a ser tan comunes como para incorporar a los rezos diarios la conocida súplica de protección) arrasan poblaciones enteras, masacran a sus habitantes y -quizá lo que más molesta a las autoridades eclesiásticas- expolian los tesoros de la Iglesia.


Ante la gravedad del asunto, el abad de la región y su clerical séquito de priores se plantean varias soluciones al problema: la primera de ellas, en la que fundan sus principales esperanzas, se centra en obtener el favor del rey, demasiado ocupado en esos momentos en las disputas entre clanes, para que organice las defensas oportunas. Sabiendo que este presta poco interés a su petición, la otra posibilidad es la de confiar en la labor evangelizadora sobre los bárbaros para tratar de inculcarles la piedad cristiana. Poco dispuestos a perder a sus mejores predicadores en una empresa de éxito tan incierto, el encargo recae en la peculiar pandilla de blasfemos so pena de excomunión y posterior condena a la hoguera.

Así, los hermanos Onan, Curnan, Enan, Conan, Goban, Lugan y Tristan parten hacia la isla de Skellig Mor, de la que provienen las razzias de los fomorianos (así es como llamaban en la mitología irlandesa a los crueles seres del averno y, se ve que por añadidura, a los nuevos asaltantes de sus tierras), lamentando la vida que dejan atrás y resignados al martirio. La perspectiva de un sacrifio inmediato se va viendo aplazada a medida que nuestros monjes sacan partido a sus respectivos males, que calan paulatinamente en la rutina del asentamiento nórdico y tendrán un inesperado efecto.


No se puede decir que los autores de este volumen sean nombres habituales en el panorama editorial, pero desde luego su trabajo en Siete Misioneros es más que satisfactorio. De su guionista, Alain Ayroles, sólo sabemos por aquí gracias a la colección de fantasía, humor y aventuras De capa y colmillos, que publica Norma Editorial. Fuera de nuestro país, también ha participado en la ya conclusa serie Garulfo, de ediciones Delcourt, y actualmente está metido en el proyecto de fantasía heroica 'L'Âge des Chiens' (La edad de los perros). Lo del dibujante Luigi Critone se puede considerar asimismo digno de alabanza pues, siendo más o menos novato en el campo del comic comercial, nos ofrece con Siete Misioneros un resultado sobresaliente. También es Norma quien ha iniciado hace poco su otra aportación conocida: La Rosa y la Cruz, serie en proceso, de temática esotérica, que igualmente destaca por su brillante dibujo (compra planteable, vista la calidad de los lápices de Critone).

Ayroles compone una historia perfectamente llevada de principio a fin, que se ajusta con comodidad a las 56 páginas del álbum y no se resiente en ningún momento de rellenos innecesarios. Humor en su justa medida, una narración creíble pero con giros imprevistos y un guión que siempre mantiene el interés son los ingredientes para convertir este volumen en una lectura de lo más agradable. Los personajes principales son carismáticos y están muy bien desarrollados, pues uno de los problemas que arrastra la colección, al tener que dividir el protagonismo entre siete miembros, es el de un reparto desigual de su importancia, quedándose alguno con una actuación meramente accidental, como ocurría, por ejemplo, en Siete ladrones. En este caso eso no sucede, pues todos los monjes reciben su correspondiente cuota de participación en la trama. Además, sus actitudes son siempre consecuentes con sus respectivas inclinaciones pecaminosas, lo que da origen a la mayoría de las situaciones cómicas (mención especial al monje iracundo, evidente homenaje al héroe cimmerio). Por si fuera poco, los secundarios de ambas facciones gozan igualmente de una descripción, tanto gráfica como psicológica, de la que ya quisieran presumir series que se alargan durante tomos y tomos. Acompañada del trazo realista y elegante de Critone, con un estilo definido, visiblemente europeo, enriquecido por unos colores (de Lorenzo Pieri) muy adecuados e iluminaciones precisas, la historia no podía salir más redonda.


Otros aspectos positivos (de hecho, es que prácticamente no hay peros que pueda sacarle a este comic): la ambientación es estupenda. Siendo un relato que podría haber caído fácilmente en tópicos y recursos más que vistos, hay una cuidada y efectiva tarea de documentación de los autores para plasmar sus ideas en cada página. Es lógico: sólo basta aplicar un poco de esfuerzo y dedicación para que una historieta, aun cuando su única función sea la de entretener, conecte con el escenario en que se enmarca. Nos encontramos la Irlanda que, pese a la profundidad de sus convicciones católicas adquiridas unos siglos antes gracias a la evangelización de San Patricio, aún no se ha desprendido por completo de sus raíces célticas y paganas, como se observa en vestiduras de nobles y guerreros, en los respetados menhires sagrados que salpican las praderas o en los motivos espirales de estandartes y tapices.


Y desde el lado vikingo este aspecto es igual de palpable, quedando fielmente retratadas sus costumbres cotidianas, su organizada cultura y sus hábitos expedicionarios, todavía enfocados -en esa parte del mundo- en ataques sorpresa y rapiñas, más que en el comercio y la colonización. Sólo unas láminas bastan para constatar las claves de la sociedad vikinga de la época: la figura del jarl (como Thorgild) elegido en thing, la estructura familiar de los bondis libres, asistidos por sus felagis (situación que se refleja claramente dentro del núcleo que rodea a Sven), y la versatilidad de sus funciones, ora guerrero o marino, ora constructor de barcos o negociante, la alta estima por los escaldos, la cierta independencia de la mujer, ya fueran husfreyas o concubinas, la importancia del mar y los emblemáticos drakkars, o la solemnidad de las prácticas funerarias. La recreación de las construcciones de la época, de unos y otros, también es ejemplar: tanto las primitivas iglesias de madera y comunas rodeadas por empalizadas, como las clásicas viviendas vikingas de única planta en las que se hacían casi todas las labores diarias.

No me entretengo más en explicaros estos detalles, porque lo mejor es que los veáis vosotros mismos. Creo que con decir que sólo por este título ya ha valido la pena conocer la serie, aclara bastante mi opinión. Ni siquiera se puede argüir que la aventura se haga corta o que necesitaría más espacio, ya que al tratarse de un one-shot cumple su cometido con creces. Entre todos los volúmenes de la colección, es el que más se aleja de la etiqueta de 'comic de encargo' con que se ha tildado a otros números de la misma. Si sólo podéis permitiros un tomo de Siete (aunque por esta vez el precio no es un pretexto), que sea este. Un tebeo que gira en torno a los pecados, pero de realización ciertamente impecable.


Otras reseñas de Siete en Adalides: Siete ladrones.

martes, 24 de febrero de 2009

Warlands: Darklyte

Warlands es un comic de Image, publicado por Planeta deAgostini, de los canadienses -de ascendencia asiática- Pat Lee y Adrian Tsang. Perteneciente al sello Dreamwave, propiedad del mismo Pat Lee, el primer ciclo salió a la palestra en nuestro país entre 2001 y 2002 recibiendo la suficiente acogida para, bastantes meses más tarde, continuar con el segundo.


Del que me voy a ocupar ahora de contaros algo es de ese ciclo inicial al que, a falta de un título mejor y por extensión entre sus seguidores, se ha venido a denominar Darklyte, nombre del objeto en torno al que gira toda esta primera miniserie -o debería decir maxiserie, más bien- compuesta por doce números de unas 24 páginas cada uno.

Pero antes de meterme en faena sobre esta obra de fantasía heroica, trataré de explicar brevemente cómo surgió todo esto de Warlands. En torno a 1996, los hermanos Lee fundaban la Dreamwave Productions (con Pat a la cabeza del control artístico y su hermano Roger dedicado a la parte de los negocios); compañía de pretensiones un tanto elevadas, la verdad, siguiendo la estela de Tod McFarlane, que trataba de establecerse como una plataforma para productos de animación de casi cualquier tipo: cine, videojuegos, merchandising variado y, naturalmente, los comics sobre los que se basaba todo. Y la cosa no les fue mal al principio: pronto se independizaron de Image y consiguieron un jugoso contrato para hacer tebeos sobre Transformers. Por lo que sé, el asunto les funcionó hasta 2005, año en que la empresa se declararía en bancarrota por motivos que no conozco bien del todo y que tampoco vienen al caso. Durante la trayectoría de este proyecto empresarial nos quedaron al menos unas cuantas sagas ambientadas en los mundos de Warlands, creación personal de Pat Lee como dibujante, con Adrian Tsang al guión y Alvin Lee de entintador (en la serie principal), que también gozaron de algún que otro especial, números 0 y demás.

En general, las producciones de Dreamwave (y Warlands no es una excepción en este sentido) estaban claramente afectadas por una estética manga que pronto marcó un estilo propio (Lee cita entre sus inspiraciones obras de la trascendencia de Akira y Ghost in the Shell), tratando de fusionar el aspecto anime con el arte secuencial. Reflejan claramente esta tendencia los volúmenes de Darkminds, otro de los populares productos de la compañía, y este Warlands del que Lee se estuvo ocupando personalmente hasta más de la mitad del segundo ciclo, cuando desbordado por el trabajo que implicaba la licencia con Transformers se ve abocado a abandonar la serie. No es de extrañar, por tanto, que entonces tomara el testigo nuestro Mateo Guerrero (Crónicas de Mesene) habituado a moverse en esas líneas gráficas, si bien la evolución del gaditano le permite ir mucho más allá de las mismas. Así que, por ponerle una etiqueta, podemos decir que Warlands es un buen representante del llamado amerimanga, aunque hoy en día no nos extrañe encontrar la huella del tebeo japonés en cualquier obra de producción europea o de otra procedencia.

Portadas de los números 1 y 7 de Warlands: Darklyte

Contradictoriamente a lo que designa su nombre, las Warlands están formadas por varios reinos, habitados por distintas razas, que aparentemente han gozado durante largo tiempo de una convivencia pacífica. Siglos atrás, sin embargo, sufrieron la invasión de los clanes vampíricos de Datara, comandadas por Malagen el Oscuro. Las tropas de Datara se quedaron muy cerca de alcanzar su objetivo y la humanidad estuvo a punto de sucumbir ante su empuje, cuando Malagen descubrió una profecia que anunciaba su desgracia debido a un artefacto mágico -la armadura Darklyte- y, contra todo pronóstico de los pueblos libres, ordenó la retirada inmediata. Ha transcurrido mucho tiempo y las Warlands han podido recuperarse de los estragos, pero la longeva estirpe de los vampiros, que no olvida su antigua sed de sangre y expansión, vuelve ahora a la carga.

El castillo de Shal'hazar, en el reino de Myridorn, es el primero en toparse con la renovada venganza de Malagen y las filas de su hijo, el príncipe Aalok. Sólo cuatro singulares personajes consiguen escapar de la fortaleza arrasada en la noche del ataque: el soldado Jerell, la elfa Elessa, el mago Delezar y el joven profeta invidente Zeph. Mientras los líderes de los reinos se sobreponen a la sorpresa inicial y tratan de establecer una resistencia efectiva, seguimos el recorrido de este improvisado grupo de héroes recién formado, que se dirige en primer lugar hacia la patria de Elessa con la intención de apelar a los elfos de Yattania, aislados del mundo por voluntad propia, su participación en la defensa frente a los vampiros, para después emprender por si mismos la búsqueda de la mítica armadura.

No serán los únicos, ya que pronto el argumento se convierte en una carrera por hacerse cuanto antes con tan preciado objeto. Por un lado, Aalok y sus seguidores, que por encargo de Malagen tratan de alcanzar esta meta para evitar el cumplimiento de la profecía que amenaza su propia pervivencia, tiñendo su camino de la misma sangre que les sirve de alimento. Por el otro, un nuevo peón que entra en el juego de la guerra: las huestes demoníacas de Lord Astaroth, aprovechando el conflicto para hacerse con el favor de sus oscuros dioses. Varios contendientes con un mismo objetivo: el de vestir la portentosa armadura Darklyte, que acabará teniendo un dueño completamente inesperado.


Si hay algo que destaca desde un primer momento en Warlands es el dibujo limpio y definido de Pat Lee, un estilo que puede o no considerarse atractivo para según que lectores, pero que es indudablemente llamativo. Personalmente, ya que tiende a gustarme esta estética, me parece que por lo general el resultado es bastante bueno, en especial en lo que a caracterización de personajes se refiere (aunque a veces exista demasiado parecido entre unos y otros). Esto se aprecia especialmente en los elfos y también en los vampiros, de rostros humanizados, bellos y estilizados, que parecen apartarles de su condición de seres del inframundo si no fuera por la crueldad inconfundible que demuestran. Como portadista, de igual forma, Lee se presenta como un dibujante sorprendente. El coloreado empleando técnicas digitales, por su parte, consigue muy buenos efectos. Sin embargo, padece a lo largo de toda la serie una deficiencia importante: es demasiado oscuro. Lo sé, este es un comic en buena parte protagonizado por vampiros, no podemos olvidarlo, así que los colores oscuros y las planchas de tonos sombríos están más que justificados (pues, como buenos vampiros, a estos tampoco les agrada precisamente la exposición a la luz solar). Pero aunque el contraste entre oscuridad y luminosidad tenga su razón de ser, posiblemente la de resaltar la esencia nocturna de los vampiros frente a la del resto de razas, son demasiadas las ocasiones en las que la intensidad del color 'se traga' escenas enteras, sembrando la confusión. Como no hay mal que por bien no venga, esa abundancia de ocasos y anocheceres implica pequeños detalles muy logrados, como el de las sombras de las hojas de los árboles y la vegetación de los bosques sobre las siluetas a media luz.

Del trabajo de Adrian Tsang, por otro lado, se puede afirmar que no nos descubre nada que no hayamos visto antes. Si la originalidad no es su punto fuerte, con un guión que empieza mostrándose un poco flojo, también es cierto que la complicación progresiva de la trama hace que, una vez transcurridos los primeros números, vaya cogiendo fuerza. Tarda en adquirir ritmo, pero al final lo consigue. A los personajes les ocurre algo similar; carecen de cierto gancho, sobre todo al principio, y arrastran un carácter discretamente plano. Esa simpleza provoca que cuando alguno de ellos 'falte', no se lamente de forma particular su pérdida.

Y si antes hablaba de la confusión que ocasiona el uso del color, este adjetivo es asimismo aplicable al desarrollo de multitud de secuencias en las que hay movimiento, algo muy frecuente, como imaginaréis, en una historia de índole bélica. No hay muchos comics de los que pueda decir no enterarme del orden apropiado de lectura de los bocadillos o del correcto seguimiento espacial de las viñetas, pero este es uno de ellos. La extraña composición desordenada de algunas páginas nos pone en ese aprieto en más de una ocasión, y el caos que se despliega principalmente en los momentos en que las batallas se recrudecen hace que no haya forma de saber qué está pasando exactamente (para que me entendáis, como ejemplo, no es raro preguntarse a quién pertenece ese brazo o de dónde narices sale tal flecha). Para colmo, ya digo, el color oscuro no ayuda a aclarar la escena. Por cierto, también me gustaría saber quién fue el 'genio' al que se le ocurrió poner una rotulación anaranjada sobre fondos marrones en bastantes textos de apoyo...


Cualquiera que os haya hablado de Warlands coincidirá en apuntar que esta miniserie se ve decididamente influenciada por la conocida Record of Lodoss War. Es cierto. No sólo por los parecidos evidentes del diseño artístico, con algunas viñetas que son un claro homenaje a la saga de Ryo Mizuno, sino también por los paralelismos establecidos entre los personajes: Jerell y Marisana casi podrían posar como los protagonistas de Lodoss, Parn y Deedlit (aunque en realidad Aalok se asemeja fisicamente más a este primero). Y lo mismo se puede decir de los respectivos magos Delezar y Slayn. Así que cabe esperar que si disfrutásteis con el popular manga de fantasía, también le sacaréis partido a Warlands.

Aunque los doce números del ciclo Darklyte dan de sobra para contar una buena historia de fantasía, su final se presenta de forma demasiado abrupta, dejando muchos cabos sueltos y casi como si se hubiera quedado sin páginas para narrar el devenir de los personajes (como los integrantes de la horda demoníaca, que parecen el invitado a la fiesta al que nadie hace caso). Podríamos pensar que muchos de estos hechos serán continuados en la siguiente saga, Warlands: La Edad de Hielo, pero su argumento tiene lugar trescientos años después, si bien es cierto que algún personaje sí recuperan de Darklyte. Una cronología algo rara, la de estos Warlands, pues existe una tercera entrega, no publicada aquí, que se sitúa temporalmente entre las dos citadas (y que corre ya íntegramente a cargo de Mateo Guerrero como dibujante). Ya llegará el momento de hablar de esas otras partes. Conviene advertir que hay igualmente dos series limitadas, Banished Knights (cuyo protagonista sería Greyson, hermano de Jerell) y Shidima, que aunque se desarrollan en el mundo de Warlands no tienen, aparentemente, nada en común con los acontecimientos de las dos colecciones matriz (enlazadas, por cierto, por uno de esos consabidos números 0). Por último, para terminar de complicar el orden, apareció un especial, el Three Stories (también inédito en castellano, al igual que los volúmenes anteriormente citados) que parece ser el encargado de arrojar algo de información sobre el futuro inmediato de los personajes de Darklyte, dado el desconcertante final al que ya he aludido.

"Si todos morimos aquí, que no sea en vano" (Warlands #1)

Una nueva edición de Warlands (los números en grapa de Planeta están descatalogados) tendría perfecta cabida, por ejemplo, dentro de la Colección Alquimia de Norma, o de la línea fantástica de otras editoriales que, aprovechando la ocasión, podrían incluir todos esos extras, portadas exclusivas y bocetos procedentes del artbook. Pero me temo que va a ser difícil, considerando el vacío en que creo que se encuentran los derechos de la serie al esfumarse Dreamwave.

Si os gustan las historias de héroes en apuros, de vampiros, de lucha, dragones y batallas épicas (que no escatiman en crudeza: sangre, cuerpos decapitados y miembros desmembrados) os recomiendo que le echéis un vistazo. No es que se trate de un comic deslumbrante (nunca mejor dicho -no tratéis de leerlo de noche y con poca luz si no queréis quedaros ciegos) pero ofrece una lectura rápida y amena.

sábado, 21 de febrero de 2009

Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal


Ya sabemos lo que se dice de crearse expectativas sobre algo concreto. Esto también funciona en sentido negativo, de modo que cuando alguien te pinta muy mal una determinada obra, del tipo que sea, ya vas predispuesto a encontrarte con lo peor. Aunque tarde, al fin he podido ver la última producción del aclamado héroe moderno del látigo (pues yo también me declaro un rendido admirador de Indy) como uno de los principales referentes del buen cine de aventuras de las últimas decadas. Y, la verdad, no ha sido para tanto... Si bien la fuerza de esas expectativas me hizo convertirme en un espectador descreído de lo que iba a presenciar, debo igualmente reconocer que Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (título, por cierto, mucho menos sonoro en su versión castellanizada), cuarta entrega de la saga, no era tal horror como el que me habían descrito.

A ver, no deja de ser cierto que no se halla a la altura de las tres partes que la preceden, notablemente mejores aunque el paso del tiempo también nos ha hecho mitificarlas. Pero es que estas, para gran mayoría de los aficionados, dejaron el listón a un buen nivel, especialmente la anterior, al menos para mi gusto: la Última Cruzada, que alcanzaba el grado de epopeya desbordante y afianzaba a Indy en nuestra memoria. Así, podríamos decir que estamos ante la peor película de Indiana Jones, pero no por ello ante una mala película de aventuras, teniendo en cuenta la escasa repercusión de gran cantidad de lanzamientos más o menos recientes del género.

Tras largos años maquinando una continuación, proponiendo y desechando guiones, decidiendo el reparto, considerando o desestimando el uso de efectos digitales y llevando todo el proyecto -con prolongadísimos periodos de estancamiento- en una atmósfera de secretismo, el trío Spielberg / Lucas / Ford (alguno con más acierto que los otros en sus acciones), se puso en marcha de nuevo para finalmente ofrecer a lo largo del pasado 2008 la que se convirtió en la cuarta, y hasta ahora última, etapa del mítico personaje. Es bien sabido que a George Lucas le han llovido bastantes críticas desde entonces, fundamentalmente porque de su criterio dependía la redacción del guión, que recayó eventualmente en David Koepp, y que puede calificarse de inconstante, repetitivo, dado a una alternancia poco equilibrada entre la acción y la intriga propia de la saga, carente de originalidad y otra serie de apelativos poco agradecidos. Afortunadamente, Steven Spielberg puede salvar un guión mediocre y hacer de él una cinta entretenida, y así podemos decir que, después de todo, la película es disfrutable aun por los fans más apegados al personaje. Por su parte, Harrison Ford tuvo que aguantar durante bastantes meses, desde que se supo del rodaje, toda clase de apreciaciones sobre las supuestas condiciones casi geriátricas del Dr. Jones, al que con sus buenos 65 años se le cuestionaba la idoneidad del papel de un héroe al que todo el mundo tenía en mente como un ágil y perspicaz aventurero. Por fortuna, la producción ha tenido el buen criterio de no tratar de rejuvenecerle, sino de presentarnos a un Indiana que, si no mejora a su propio antecesor temporal, sí es una digna versión del personaje en su madurez. Al final, el espectador puede comprobar que la edad de Ford no es tan determinante para el desarrollo del film como la gente pensaba, aunque efectivamente el hombre tampoco es que esté ya para demasiados trotes.


De modo que, casi veinte años después de sus anteriores andanzas tras el legendario Santo Grial, nos reencontramos felizmente con el doctor Henry Jones Jr. -Indiana para los amigos- en una situación nada fácil, obligado a cooperar con una patrulla soviética que ha tomado la base secreta americana denominada como Área 51, de la que esperan extraer una reliquia de procedencia alienígena capaz de constituir un elemento desestabilizador contra el enemigo en plena época de la Guerra Fría. Así y todo, Indy logra salir con bien de semejante papeleta (explosión nuclear de por medio incluida), regresando a las aulas de su querida Universidad, aunque será por poco tiempo, pues enseguida se verá perseguido y forzado a acudir en ayuda de un antiguo colaborador, Harold Oxley, quien desapareció en el territorio de Nazca mientras buscaba el mismo cráneo de cristal tras el que precisamente se hallan los rusos, comandados por la calculadora coronel mentalista Irina Spalko.


Sin embargo, Indiana no viajará solo, porque quien le ha puesto sobre la pista de su viejo compañero de profesión es Mutt, un muchacho de aspecto chulesco y motorizado que implora la guía de Jones para encontrar a su madre, asistente de Oxley y también desaparecida. Así comienza un periplo que les llevará desde la tumba del conquistador Francisco de Orellana, en Perú, hasta lo más recóndito de la Amazonia, tras la fabulosa ciudad de Akator, una versión de El Dorado, a donde deben devolver la misteriosa calavera de cristal, de extraños poderes psíquicos y sensoriales, antes de que la irracional Irina se sirva de ella para sus propósitos y los de sus líderes ideológicos. Entre ser capturados por los rusos y escapar de los mismos, pasando por toda clase de avatares, Indiana Jones descubre que su joven acompañante es fruto de su relación, muchos años atrás, con Marion Ravenwood, su partenaire durante la odisea en torno al Arca Perdida.

Para acompañar a Harrison Ford en la nueva entrega de Indiana Jones, el equipo de producción se ha valido de un elenco de actores y actrices largamente cavilado. El malo de la película en esta ocasión es femenino, papel desempeñado por la casi siempre genial Cate Blanchett, que por lo general logra sacar afuera con bastante credibilidad la frialdad que requiere su interpretación de Irina. Se recupera, en un guiño al pasado como tantos otros durante las dos horas de película, a Karen Allen para ocupar el puesto de pareja amorosa de Jones (apartado que en esta ocasión se lleva hasta su última consecuencia). Sin embargo, se quedan por el camino otros grandes contribuyentes al éxito de la saga, como el torpe y singular Marcus Brody y también el formidable personaje de Henry Jones -padre-, con el que Sean Connery nos hizo pasar tan buenos ratos en la aventura anterior (el rápido apunte sobre su fallecimiento durante los breves fotogramas que nos muestran sus retratos en el escritorio de Indy dan por concluída su participación). La nueva incorporación, pretendido sucesor de Indiana, es el no muy conocido Shia LaBeouf (Transformers): un chaval al que personalmente veo poco convincente durante su homenaje al Marlon Brando y James Dean de la época, que quizá mejora algo según avanzan los minutos de película, pero que sigue dejándome bastante impasible después de todo. Tal vez se deba a que se aprecia una falta de conexión importante entre padre e hijo en la ficción; o al menos no existe la química que si hubo entre Ford y Connery mientras ejecutaban ese mismo papel. Por lo demás, algunos secundarios que al final se revelan poco trascendentes: como el profesor Oxley (John Hurt) afectado casi todo el tiempo por su locura transitoria y Ray Winston como Mac, personaje chaquetero que poco aporta al desenlace.


La película rescata continuamente tópicos propios de la saga, de manera que no se entiende tanta dificultad de Lucas para dar con el guión apropiado, pues en vez de propiciar un golpe de efecto y sorprender al espectador, recurre a clichés ya vistos con anterioridad (que, aunque naturalmente gustan al seguidor de Indy desde sus primeros tiempos, pueden decepcionar si no se incorpora algún elemento innovador en una producción por la que se ha estado esperando tanto). Este y otros aspectos hacen que la cinta pierda parte de su encanto. Las escenas de acción prácticamente se limitan a las típicas persecuciones, no tan logradas como antaño (destacan básicamente dos, en este caso en moto por la ciudad y en jeep por la jungla). El factor misterio/enigma y las búsquedas se atropellan, pierden profundidad y no siempre están bien explicadas. Digamos que falta ese elemento arqueológico tan característico de las aventuras previas, aunque por supuesto sigue estando presente la reliquia anhelada por todos, en este caso, un cráneo de cristal dotado de un magnetismo 'selectivo'. Se vuelve a utilizar un personaje básicamente para situarle como cebo aleccionador de la codicia, y el duelo de humor e ironía entre padre e hijo que se trata de copiar nuevamente no alcanza el resultado deseado. Las pocas aportaciones 'originales' que trae este último episodio no son lo suficientemente significativas para justificar los años que ha tardado en fraguarse: los agentes del comunismo emergente reemplazan a los -hasta ahora- omnipresentes nazis, mientras que se introduce el elemento alienígena, aunque por suerte sólo se desprende del guiño inicial sobre el incidente Roswell y durante la parte final de la película (para mi gusto, prefiero a un Indy a la caza de tesoros arqueológicos o de grandes hallazgos míticos de la humanidad, como el que se postuló largamente como posible nuevo argumento, la búsqueda de la Atlántida, a raíz de la aceptación que cosechó la aventura gráfica basada en el personaje).

Cuestión aparte es la de las incongruencias históricas que tanto han dado que hablar a la crítica, como la asociación de costumbres fuera de lugar sobre territorios a los que no pertenecen (las supuestas rancheras mexicanas o las vestimentas peruanas, así como el hábito de efectuar deformaciones craneanas entre los indígenas de la región) o la más grave imprecisión geográfica que confunde las culturas mesoamericanas de los Mayas y su arquitectura con las de los Incas, trasladándolas miles de kilómetros al sur de su ámbito de expansión real. Habría muchos más ejemplos que poner (existen relaciones exhaustivas de ellos en la red), pero yo no voy a ahondar en ese aspecto, ya que hasta cierto punto considero entendible que un largometraje de aventuras y entretenimiento puro y duro se tome este tipo de licencias, a las que por otra parte ya estamos más que acostumbrados, y disponga de elementos de aquí y allá para confeccionar un argumento a su medida. No obstante, y puestos a servirse de una serie de referencias historiográficas, ¿tan difícil es realizar un estudio mínimamente riguroso de la documentación necesaria para producir un material un poco más fidedigno con la realidad histórica y adaptarlo en la medida de lo posible a un film de estas características? ¿Acaso esto va a acarrear una merma del disfrute que pueda obtener el espectador? Yo no lo creo.

Ya he apuntado antes que la película está plagada de alusiones a sus predecesoras, hasta el grado de que a ratos luce más por ese tipo de homenajes al pasado, apelando al factor nostálgico, que por la propia acción presente. El más evidente es la inclusión de Marion Ravenwood en el reparto (mejor que la gritona Willie, de El templo maldito, qué duda cabe...) o la ya mencionada tensión humorística padre/hijo. Otras escenas tampoco pasan desapercibidas: el pavor de Jones hacia las serpientes, por ejemplo, la sempiterna sala plagada de riquezas arqueológicas, o la fugaz aparición, por quedar al descubierto, del Arca de la Alianza en una de las cajas que se hallaban custodiadas en el almacén del Área 51. Incluso la banda sonora, a cargo de John Williams, aparte obviamente del tema clásico de Indiana Jones, parece hacerse eco de pequeños fragmentos de las tres primeras producciones. También hay secuencias que recuerdan a otras cintas de aventuras más recientes, como La Momia, ese émulo del Indiana más clásico.

Hay que decir que, por fortuna, las técnicas de efectos especiales, hoy día casi temidas, no acaparan demasiado la proyección, aunque algunas 'canten' visiblemente. Probablemente se deba a la decisión de Lucas y Spielberg de optar por un estilo de rodaje similar al mantenido durante la saga. En todo caso, hay un par de escenas que destacan por su simbolismo: por un lado, la que recorta la silueta del héroe contra la seta anaranjada de la explosión nuclear (omitamos la sobrada del refrigerador); por otro, la de los furgones de los agentes rusos abriéndose paso por la selva y arrasando todo lo que se interpone en su camino. Secuencias ambas que introducen con asombro a nuestro querido y ajado Indy en la época moderna, donde peligros palpables como la amenaza atómica o la deforestación del Amazonas son difícilmente combatibles a fuerza de látigo y puños.


Vamos a finalizar dándole al doctor Jones tregua para una futura quinta parte, en la que Harrison Ford bien podría desempeñar, frente a LaBeouf o cualquier otro, una última aparición semejante a la que en su día ofreció Connery. La secuencia final (no muy de mi agrado y que no revelaré de forma expresa a instancias de no reventarle a nadie esa sorpresa si aún no ha visto el film) nos lleva a pensar que le ha llegado el descanso del guerrero, aunque el hecho de volver a ceñirse su sombrero de ala, en un acto que parece representar cómo le arrebata el testigo a su propio hijo, pueda desdecir esta idea y transmitirnos que queda Indy para rato.

No pensemos que sólo Indiana Jones se ha hecho mayor. También nosotros hemos crecido y nuestra apreciación de este tipo de películas es diferente a la que teníamos hace años. Pero aún así, esta es una nueva aventura bastante entretenida, en la que Ford consigue sostener al personaje en pie defendiendo perfectamente su papel: un Indy entrado en años de cuyas primeras historias también podemos disfrutar gracias a esa edición especial en DVD que salió hace un tiempo, a las que -supongo- no tardará en unirse esta cuarta parte.

sábado, 7 de febrero de 2009

Percevan (V): El Arenal de El Jerada

Luguy - Léturgie - Fauche (Dargaud. 1986)
Grijalbo/Dargaud (1987 - redistribución Norma: 2008)
Edición original: Le sablier d'El Jerada

Atención:
este artículo puede revelar detalles sobre el argumento.

Perceván, a la guisa de un Aladdin medieval, se marcha en esta ocasión a tierras más cálidas (¿Africa, o quizá Oriente..? no lo sabemos con certeza) enviado por el Rey para dar con el paradero de un viejo amigo, el señor Aimeric Defuentenegra, del que no tiene noticias desde largo tiempo atrás. Naturalmente le acompaña Kervin; aunque a regañadientes, más crispado que de costumbre por tener que ir a perderse entre largas dunas de arena golpeadas por la torridez del sol, lejos de sus libaciones y guisos preferidos.

Pero, deambulando por el desierto, no tardan en ser capturados por una caterva de bandoleros, y desde ese momento la voluntad de escapar se impone a su misión. Tras una tentativa de fuga fallida, Kervin es dado por muerto mientras que Perceván acaba siendo vendido como esclavo al poderoso señor Abd El Hastich, la autoridad del país, y reducido a trabajos forzados en una noria de agua. Consciente de que aceptar las cadenas es una condena a muerte asegurada, el caballero, con ayuda de otra esclava, la seductora Saadia, consigue encontrar una vía para obtener la libertad. Esquivando a sus perseguidores, ambos buscarán refugio y protección en el palacete de Defuentenegra, donde Perceván averigua con sorpresa que quien debiera ser su anfitrión lleva meses desaparecido...

Entretanto, en otra parte del desierto, dos enigmáticas caravanas se cruzan: la del Señor de las Arenas, un perturbado personaje que acoge al malherido Kervin, y la del Emir Sulimán. La obsesión del primero y el pavor del segundo tienen un mismo nombre: el Arenal de El Jerada.


Esta es una nueva aventura independiente que nos traslada a un escenario sobre el cual, a priori, parece que encontramos a Perceván un poco descolocado del entorno habitual de sus andanzas. Sin embargo, enseguida nos consigue cautivar el habitat caracterizado por la inmensidad de las arenas ocasionalmente salpicadas del verdor de los oasis, los ambientes teñidos de llamativas telas de colores y las especias exóticas de los zocos y bazares en la Medina, o la parsimonia de las caravanas de camellos. La inconcreción del territorio en el que la historieta tiene lugar hace que podamos imaginar que todo sucede bien en Arabia como en el Bagdad de los sultanes, o en las arenas del Sahara o de la Ruta de la Seda, pasando en cuestión de viñetas de la miseria de las leproserías a la suntuosidad de los palacios. Sólo hay unas pocas puntualizaciones geográficas en este álbum, pero que ratifican de nuevo que la ficción de la serie se funda de alguna manera sobre nuestra realidad histórica: se habla de los caminos que unen Oriente con Occidente, entre la Meca y Poitiers, pero además en un par de ocasiones se cita Francia. Una, en el momento que el Señor de las Arenas se confiesa otrora amigo del monarca de este reino, de quien sabemos que es el soberano de Perceván y al que se alude con cierta frecuencia sin mayor precisión que 'el Rey'. La otra, cuando Perceván, refiriéndose a Defuentenegra, dice estar buscando a un "señor del país de Francia". Lo uno y lo otro sólo nos pueden conducir a una clara conclusión (si es que no era algo ya presentido por el lector): Perceván es francés.


Este número esta plagado de pequeños detalles y misterios por los que cabe preguntarse, algunos de los cuales no parecen tener una explicación aparente o bien los autores han preferido callar, dejando que cada uno extraiga sus propias ideas. Para empezar, está el Señor de las Arenas: individuo misterioso y bizarro por antonomasia, con el rostro completamente cubierto de vendas para más inri (salvo unos intensos ojos azules desquiciados por la demencia), artíficie de expresiones proverbiales -aunque Kervin no les preste mucha atención, centrado en los manjares que como huesped se le ofrecen- dignas de ser tenidas en cuenta ("La abundancia engendra aburrimiento", "Lo excepcional da lugar a lo banal") y con un único propósito en mente, que a todos los que le rodean parece una locura: ir en busca de El Jerada y descifrar sus secretos. Pero, sin duda, si hay un enigma no desvelado en el álbum es justo en qué consiste exactamente ese nombre que tanto espanto provoca. ¿Qué es el Arenal de El Jerada? Algo que no debe referirse con desdén, por lo que se deduce de la reacción airada de Raduán ante las palabras de Perceván al tacharlo de leyenda. ¿La muerte acaso, o el fin de un destino inexorable? ¿O simplemente un fenómeno natural del desierto que clama sus víctimas cuando les ha llegado la terrible hora? El Señor de las Arenas, en un paralelismo de sus efectos, lo representa, digamos que a una escala reducida, por medio de un especimen de cangrejo carnívoro que atrapa a quienes se le interponen salvo a los más audaces (y así vemos que Guimly es capaz de evitarlo), como alegoría de una muerte esquiva, que a unos ignora y a otros (sería el caso del Emir Sulimán) persigue hasta el final. "No se puede navegar eternamente contra corriente en el tumultuoso curso de la vida", sentencia Yazid, siervo de Sulimán, ante el asombro del caballero mientras observa la caravana inamovible del Emir pese a la extenuación de los camellos en su intento de avanzar por el desierto.

Un encuentro más viene a agrandar ese sentido de lo misterioso e incomprensible que rodea a esta aventura: el de la ciudad de Sherguya, bajo el mismo ojo de la furia que ruge en medio de la tempestad, donde "la ilusión y la realidad parecen confundirse"; un palacio cimentado en la fragilidad de las arenas, tan efímero como la duración del simún. Sobra decir que es una magnífica excusa para que Luguy nos regale la vista con el detallismo al que nos tiene acostumbrados.


Ya sabemos que la principal debilidad de Perceván son las mujeres, y esta vez se produce un duelo de bellezas entre Isolda, la hija de Aimeric, y la atractiva esclava Saadia (en árabe: bienaventurada), quien no parece, por cierto, observar con demasiada rigidez los preceptos de Alá (no tarda en descubrirse el velo y destaparse ante un forastero, recurre a trucos de seducción para librarse de sus captores y da la impresión de quedar embelesada ante los encantos de su protector de cabellos rojizos). Parece que los autores, en una interesante maniobra, hubieran querido contraponer la belleza de Oriente y de Occidente para que el lector decida.

A estas alturas seguro que no os sorprende que a Léturgie y Luguy se les haya ocurrido esconder a un personaje conocido entre las multitudes de alguna de sus viñetas. La Medina es el lugar perfecto para camuflar a alguien entre el gentío que acude a realizar sus compras o vérselas con los tratantes de esclavos. ¿Quién es el invitado oculto en esta ocasión? Pues ni más ni menos que el vendedor ambulante que se haya en el mercado pregonando las excelencias de sus aceitunas: Oliveira da Figueira, personaje de Hergé que aparece en varios tomos de Las aventuras de Tintín, como Los cigarros del faraón, Tintín en el país del oro negro y Stock de coque, también mencionado en Las joyas de la Castafiore. ¡No dejan de encantarme estos simpáticos intrusismos! Hablando de esta misma viñeta, un poco más adelante, el joven Taïb comenta haber estado presente durante la venta de Perceván al señor El Hastich. Si afinamos un poco la vista, podemos suponer que se trata del muchacho que merodea en las proximidades de la escena.

Más curiosidades para ávidos seguidores de Perceván: las interjecciones y onomatopeyas de los guardias y beduínos están en verdaderos caracteres del alfabeto árabe (no inventados e intentando imitar este estilo, como se podría suponer), así como otro tipo de expresiones ('Aluadaa', por ejemplo, es una fórmula de despedida que se emplea cuando se intuye que no se va a volver a ver a quien se le dirige: algo así como nuestro 'hasta siempre'). Muy apropiado, como véis, para la secuencia en la que se utiliza. Todos los nombres propios que aparecen en el álbum también forman parte de la antroponimia, más o menos común, del mundo islámico. En fin, pequeñas averiguaciones, resultado de marear a un amigo marroquí.


Con la resignación última de Sulimán y la frustración del Señor de las Arenas se cierra este álbum, también coloreado por Chagnaud, cuyos puntos más flojos consisten en un desarrollo desigual y un final atropellado. Nuestros héroes regresarán a casa tras su incursión por el desierto, y poco después también lo hará el señor Aimeric Defuentenegra, como se aclara en el décimo tomo de la colección que, sin resultar una continuación del presente, veremos que retoma a algunos de sus personajes. Para cuando Perceván regrese a estas tierras, sus condiciones personales habrán cambiado bastante. Pero todavía nos faltan algunos números para llegar a ese volumen, así que paremos de momento aquí, en este álbum que, a pesar de la indecente reedición de Norma, espero que no se convierta en una lectura tan solitaria como vagar por el desierto.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...